(Leila
despierta en el quirófano)
Despertó con el sonido del ventilador, sus
ojos estaban tan desconcertados como sus sentimientos, su cuerpo estaba en
calma, totalmente relajada como sus músculos y no pensaba en nada. El zumbido de
una mosca que se posó en su rostro, el sonido de unos cristales rotos.
Abrió los párpados. Leila la siguió con la
mirada, era verde, de las asquerosas.
Pronto reaccionó de manera pasiva, no estaba
en su casa, no recordaba ese lugar, ni lo último que le sucedió.
Echó otro vistazo derredor… sin duda estaba en
la habitación de un hospital, pero no escuchaba el bullicio de un lugar que
solía ser bastante concurrido. Movió los brazos entumecidos y doloridos. Con un
brusco movimiento se dio cuenta de que estaba conectada al suero vía
intravenosa. Seguramente había pasado bastante tiempo postrada en aquella
camilla. Posiblemente la iban a someter a algún tipo de operación, pero no se
encontraba nadie cerca.
Logró sentarse y respirar hondo unos minutos
en total silencio hasta que se le pasaron levemente los mareos y las náuseas.
Estaba completamente desnuda, ni siquiera se habían tomado molestias en
cubrirla con bata médica. Su cuerpo delgado y joven continuaba intacto. Sus
músculos respondían debidamente aunque un poco torpe, pero una preocupación la
envolvía cada vez más. ¿Cómo era posible despertar y que ninguno de la
plantilla del susodicho hospital se acercara? Pero lo más extraño era que las
máquinas que la rodeaban estuvieran completamente desconectadas y el
silencio... ese silencio tétrico. La soledad de esos instantes...
Estaba desorientada, no sabía porque había
despertado en el hospital. Sintió miedo al verse tumbada en aquel quirófano
cerrado, casi sin aire, con olor a medicamentos. Hizo un primer intento por
incorporarse, pero los mareos se lo impidieron y volvió a recostarse. Al cabo
de unos minutos se apoyó en sus doloridas manos y lo logró.
Escuchó el ruido de un helicóptero
sobrevolando la zona, se sentó al borde de la camilla plateada. Se sentía
alborotada, no sabe dónde tenía la cabeza y todo le daba vueltas.
No escuchaba voces, ni ruidos fuera del
quirófano de escasos tres metros de ancho. Se sentía altamente mareada, pero
aun así se fijó en los cristales rotos en el suelo; eso le hizo pensar que algo
raro había sucedido. ¿Por qué la habían dejado allí dentro? Se puso en pie agarrándose
a la camilla y la pared. Sus piernas perdían el equilibrio, se tambaleaban. El
calor era insoportable. Parecía un horno.
Cogió una bocanada de aire antes de arrancarse
las agujas de sus brazos, nunca había hecho nada semejante, no tenía idea de
enfermería, pero tuvo que hacerlo; le dolió, tanto que casi gritó como aquella
vez que con ocho años se arrancó un cristal clavado de la planta del pie
derecho.
Intentó caminar hacia la puerta, en el intento
se clavó cristales en los pies.
-¿Hay
alguien ahí? -preguntó en voz mediada y ronca.
Volvió a mirar derredor como buscando una
explicación a tanto silencio, pero nada... Intentó abrir la puerta, pero
desgraciadamente estaba cerrada con cinta plástica. Recordó el botón que solía
apretarse en esos sitios para llamar a las enfermeras, pero no había luz,
estaba atrapada.
Se volvió a sentar a esperar.
Al cabo de una hora escuchó ruidos en el
pasillo. Se levantó con toda la voluntad que tenía y tocó en la puerta, la
golpeó desesperada, pero nada...
Estaba demasiado escasa de fuerzas, casi no
podía caminar si no era agarrándose a las paredes.
-¡Perdone,
enfermera!
No veía nada en el pasillo, no escuchaba
ruidos ni voces y normalmente en un sitio como ese siempre tenía que haber
alguien vigilando. Pero nada... Miró al interior del milimétrico quirófano. Se
miró el cuerpo, el vientre. No tenía cicatrices, no la habían operado todavía.
Escuchó un ruido y unos pasos. Volvió la
mirada al pasillo entre el minúsculo espacio entre puerta y puerta. Vio una señora
pasar andando:
-Perdone,
¿puede llamar a una enfermera? -pero la señora no hizo caso y siguió de largo-.
¡No, espere!
La Señora se detuvo sin virar el cuerpo, solo
la vio de refilón.
-Señora,
llame a alguien... -explicó-, estoy encerrada y no puedo salir de aquí.
La Señora no le respondió, ni la miró.
-Señora,
¿me escucha?
Finalmente se giró y ella dio un respingón
atrás. Tenía los ojos secos, la mirada vacía y el iris como los de una persona
con cataratas. La señora intentó desesperadamente introducir el brazo por la
puerta intentando atraparla. Leila no hizo otra cosa que apartarse, su voz, los
sonidos que hacía con la garganta:
-Señora,
¿se encuentra bien?
Pero no atendía a razones, estaba fuera de
control, poseída. Olía mal, desprendía un olor desagradable, una peste casi
putrefacta que no entendía su procedencia.
Un ruido, una puerta y un estruendo. La Señora
desistió en su obsesión por entrar en el quirófano y avanzó por el pasillo en
dirección al origen del ruido. Leila respiró en tranquila y buscó rápidamente
la forma de salir del cuarto ya que no creía que nadie viniera a buscarla. Eso
no era normal se repetía continuamente poniéndose mas nerviosa de lo que estaba.
-Esto
es una pesadilla...
Luego pensó en quedarse allí hasta que la
vinieran a buscarla, pero claramente no veía eso posible. Insistió en la
búsqueda de algo que la ayudase a romper la tira plástica y vio un bisturí en
el suelo. El bisturí estaba sucio, como quemado, parecido al color de una
cafetera requemada en el fuego de la cocina de gas.
Volvió a la puerta. Le dolían tremendamente
los pies. Por lo cual se sentó en el suelo a recobrar fuerzas. Tenía sangre, no
tanta como imaginaba. Se quitó los cristales clavados en las plantas con los
dedos de la mano derecha, por suerte los cortes no eran profundos. Le dolió,
pero siempre había sido fuerte o eso intentaba aparentar desde siempre. Se
quejó, incluso gimió, pero se mantuvo consciente de que tras quitárselo todo
aquel sufrimiento acabaría.. Tras extraer el último cristal clavado en sus pies
el dolor se desvaneció... aunque continuaban las punzadas, los latidos y el
escozor en los cortes.
Se volvió a erguir. Los mareos continuaban
pero no con tanta intensidad, las náuseas aumentaban por los nervios y la
intranquilidad que la invadía al ver que nadie se había preocupado de su
existencia.
Volvió a gritar:
-¡Enfermera!
-nadie respondía a sus gritos mientras cortaba el cintillo que obstruía la
puerta-, ¿No me escucha nadie? ¡Hola!
Salió
al pasillo, todo estaba patas arriba, había sangre por todo el suelo y paredes,
parecía irreal como su despertar, ¿estaría soñando?
-¿Hay
alguien?-preguntó intrigada-. ¿Alguien puede oírme?
Caminó por el pasillo siguiendo las
indicaciones hacia la salida. Pronto dejó la zona de cuidados intensivos y
atravesó la siguiente zona de quirófanos. Olía demasiado mal, como a carne
corrompida y a hediondez. Corrió una de las cortinas y el mayor enjambre de
moscas que había visto en su vida sobrevoló toda la zona, ella intentó
ahuyentarlas con las manos, pero eran demasiadas. Todas estaban allí debido al
cadáver en descomposición que se hallaba sobre la camilla, intentó aguantar la
respiración, pero el fétido olor se le había metido hasta las papilas
gustativas y vomitó, prácticamente no tenía nada en el estómago, pero las
arcadas persistieron hasta que salió de la zona como alma llevada por el
diablo.
Por el camino hacia la salida encontró más
cadáveres en avanzado estado de descomposición, parecía una pesadilla, a
algunos les habían arrancado la cabeza de cuajo, los miembros e incluso habían
encontrado la muerte tras ser agujereados por balas. Todos los cadáveres con
visibles señales de haberse resistido a morir.
Bajó las escaleras hacia la salida más próxima
anunciada en los carteles, se sentó unos minutos en los peldaños a recapacitar
sobre todo lo que estaba sucediendo. Pensó en múltiples ocurrencias sobre lo
que podría haber sucedido, terremotos, peligros nucleares, huracanes, guerras,
pero no lograba recordar lo que hacía en aquella circunstancia y lo peor de
todo ¿dónde estaban todos? Ya nada podría hacerla poner más nerviosa.
-Para
todo había una explicación –pensó en voz alta intentándose tranquilizar.
Continuamente pensaba en sus padres, sus
hermanos mayores y en sus amigos. Su rato de trance fue perturbado por otro
sonido del piso superior, pensó que como ella otros podrían estar en su misma
situación y gritó:
-¡Hay
alguien ahí!
Nadie
respondió. ¿Y si era una persona sorda, muda o en silla de ruedas? Miró hacia
los otros pisos y vio algo moverse. Visualizó el pelo negro corto de un hombre.
-Hola
-dijo ella-, ¿qué ha pasado?
Esa
persona la miró desde arriba, no lo pudo creer, le faltaba la mitad de la cara
y aun así seguía en pie. Eso era imposible, nadie sobreviviría a algo así. El
hombre echó a correr por las escaleras, ella no iba a esperar sentada... echó a
correr cuanto pudo. Corrió escaleras abajo agarrándose a la barandilla de la
izquierda y se escondió en el interior de uno de los ascensores panorámicos.
Tenía el miedo metido en el cuerpo. Allí había otros cuerpos desfigurados y
visualizó la salida, pero pronto bajó el hombre... pero aquello ya no era
hombre... Observó cuidadosamente desde detrás de la puerta e intentó no hacer
ningún ruido. Él de ojos blanquecinos y desprovistos de sentimientos se
abalanzó sobre uno de los cuerpos y comenzó a comer. Tuvo arcadas, pero
resistió las ganas de vomitar dejando de mirar.
Justo entonces visualizó la salida, la puerta
principal situada a las espaldas de eso horrible que se comía a los cadáveres.
Había escuchado muchas historias, pero nunca imaginó que los zombis fueran
reales. Nunca creyó en la ciencia ficción, pero todo aquello era muy real y con
solamente pellizcarse en el antebrazo sintió dolor. No estaba dormida, no era
un sueño ni una pesadilla, estaba sucediendo y no recordaba nada. Esperó unos
segundos parar armarse de valor y cuando se vio con fuerzas para escapar no lo
dudó, dio unos pasos fuera del ascensor con sigilo y se escondió entre los
bancos de plástico. Aquel ser la escuchó, pero por suerte el eco le había dado
distancias erróneas. Se arrastró por el suelo, aguantó la respiración, se armó
nuevamente de valor y echó a correr hacia la puerta principal. Al salir el sol
la cegó unos segundos, pero no se detuvo, corrió mucho más deprisa hacia unos
edificios altos y se escondió en uno de los jardines. Los cadáveres decoraban
las aceras, algunos se amontonaban en las principales carreteras. Era una
ciudad fantasma, una ciudad silenciosa y tétrica, estaba completamente sola y
no sabía si habría más de esas cosas.
Era extraño caminar por una ciudad desierta,
sin coches, sin personas, sin el ruido de los animales, sin palomas
sobrevolando los tejados de las casas. Silencio, todo silencio y soledad.
Cuerpos, cadáveres, pronto dejó de verlos. Siempre se había imaginado la
soledad, pero vivirlo era un infierno.
Caminó más de lo que nunca había caminado,
descalza y desnuda. El frío del atardecer caló hondo en sus huesos y sintió la
necesidad de guarecerse, de vestirse. Había muchas tiendas y negocios, pero
todos con las rejas bajadas. Camiones, coches volcados y sin señal de vida
humana. La basura se amontonaba en las calles y parecía que todos los
habitantes de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria la habían abandonado sin
recoger sus pertenencias. Chilló varias veces por si alguien la escuchaba, pero
nada, ni una respuesta, solo su propio eco repetitivo una y otra vez. Nunca se
había sentido tan sola. No tenía tiempo para el temor y el miedo. Pronto
hallaría a alguien que como ella se encontrara solo.
Siguió su rumbo sin destino fijo, pero pronto
recordó una calle y decidió seguirla, hasta otra, otra, y otra. Más de lo
mismo, todo vacío, sin habitantes, sin ruido y pudo observar a algunas palomas
sobrevolando la ciudad y fue como un aire de esperanza. Se sintió menos
abandonada a su suerte. Miró en el interior de un coche y halló un
periódico, la portada lo decía todo, había habido una evacuación masiva. Pero
no decía nada relevante, una infección, un virus mortal, pero no hablaba de lo
que ella había visto minutos antes en el hospital. Decidió regresar para saber que le había ocurrido...
By José Damián Suárez Martínez
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