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martes, 2 de junio de 2015

Capítulo Tres - Los primeros minutos

Hacía una apacible noche, con un cielo estrellado y luna llena. No era más que las 3,34 de la madrugada hora Canaria.

Había despertado bruscamente en una nueva realidad... en la más completa oscuridad tratando en lo posible mantenerse de pie sobre sus doloridos pies descalzos, dejando atrás el Hospital Insular de Las Palmas de Gran Canaria y el ruido de los disparos.

La extraña calma, los automóviles abandonados por una ciudad a oscuras a su suerte, que se encontraban con las luces encendidas y ella cogió el teléfono móvil del interior de uno de ellos, intentó marcar el 1-1-2 (número de emergencia) pero no daba señal, se sintió desmoralizada. 
-No hay señal de telefonía móvil desde hace semanas.
-¿Y la televisión?
-¿No te has dado cuenta? Todo es un caos...
La ciudad estaba envuelta en un inquietante silencio, la estrellada noche... El olor a podrido y de repente, de la nada... Una docena de personas infectadas salieron detrás de ellos, algunos lentamente y otros corriendo como almas llevadas por el diablo. 
De pronto rompieron el silencio al abrir fuego. Solo pensó en huir de los infectados...

Cuatro muertos en el interior de otro coche, parecían un grupo de amigos... sus rostros eran de pánico, no habían sobrevivido al siniestro, un accidente mortal. Estaba muerta de miedo en medio de la oscuridad y de las balas. Se arrimó junto a un lado y pegó un respingo al observar a los infectados del interior de un cuatro por cuatro que intentaban atravesar los cristales con bastante fiereza, pero estaban atados con los cinturones de seguridad.


La joven se desmayó de la impresión, se desvaneció sobre el suelo de la entrada de una tienda con las rejas cerradas que pudo abrir y volver a cerrar para esconderse, completamente sola. 
Al escuchar que los disparos habían terminado permaneció sentada, esperando a que alguien viniera a ayudarla. Sus flashes habían sido negros e inusuales, salvo las imágenes que le venían por momento a la mente: aquellos sentimientos de nostalgia y felicidad.

Se miró las plantas de los pies. Observó las heridas provocadas por los cristales que pisó en el quirófano, no eran tan profundos, le quedaba restos de sangre coagulada entre los dedos de sus pies desnudos.
Se incorporó, resbaló y cayó de bruces al suelo sobre un charco de sangre reseca. Fue incapaz de mantenerse en pie, resbalaba. Se puso a gatear para alejarse de aquel montículo de cadáveres descuartizados y con expresiones de pánicos. Solamente quería salir de aquella tienda abandonada. 
Al atravesar la reja unos zapatos de montañeros. Trató de alejarse.
-Nos volvemos a encontrar -dijo Menta mal herido.
-No entiendo nada... -susurró ella-. Tengo miedo...
-¿Que edad tienes?
-Dieciseis años... -respondió ella.
-Y yo veintitrés -sonrió.
Era de estatura regular, nariz ancha, de piel morenita, ojos negros grandes, pelo castaño oscuro y hoyos de viruela.

El grupo la metió en el interior de un furgón negro. Los cinco ocupantes no hablaron de nada relacionado con el ataque del hospital. Pero no se veía desmoralizado al grupo, a través de la radio escuchaban transmisiones clandestinas de supervivientes y otras del ejército que hablaban por códigos. La joven experimentó una especie de alivio al sentirse acompañada por todos ellos armados. Entre ellos se dirigían pocas miradas de victoria.
-¿Crees que vendran a buscarnos? -preguntó ella.
-Si no tendremos que ir al refugio nosotros solos ¿no crees?
-¿Crees que esto se acabará algún día?
-No lo sé...
-Me llamo Leila.
-Pues no lo sé, Leila. Pero la vida sigue adelante -le repuso-. Me llaman Menta, porque siempre ando fumando tabaco de menta y comiendo chicles de menta.
Pasó un rato, antes de que decidieran salir de la tienda, Corsario les avisó desde la otra punta de la calle que avanzaran sin hacer demasiado ruido.La joven tuvo que contener un grito al ver a un par de infectados deborando a uno de los hombres del grupo.
-¡Continua, no te pares ahora! -susurró Menta.
Todas las atenciones estaban puestas en la chica, a la que estaba siendo considerada una superviviente con suerte. Cinco o seis kilómetros avanzaron a pie hasta llegar al edificio al que llamaban el refugio. Hablaron sobre la infección, el famoso virus y el infierno que estaban viviendo para conseguir alimentos y medicamentos.

El edificio estaba a oscuras. En la entrada, una montaña de mesas de colegio, muebles y neveras obstaculizaban el acceso al primer piso y tuvieron que trepar para llegar hasta el pasillo que conducía a las escaleras principales. Las subieron peldaño a peldaño sin soltar las armas cerrando rejas al terminar dos tramos de escaleras, parecía algo rutinario. El refugio se situaba en un quinto piso, una vivienda familiar decorada con todo tipo de lujos e iluminada con velas y se escuchaban ruidos de uno de los dormitorios.

Sobre la cama una mujer rubia de cuerpo más bien lleno de curvas y dos hombres con ella, a medida que pasaban saludaban sin importarles que les miraran en pleno acto sexual: continuaron con sus movimientos y sinuosos jadeos.
-Por lo menos esa puta nos da alegrías -sonrió Menta.
Corsario cogió una bolsa de fruta de encima de la encimera y se la entregó a la joven:
-Toma, para sobrevivir hay que alimentarse.
-No tengo hambre -dijo ella en un hilo de voz.
-Eso es porque seguramente te tendrían con suero -explicó-, ¿no es así?
-Sí.
-¿Te lo quitaste tu sola? -le preguntó Menta.
-Sí...
-¿Lo veis? -inquirió Corsario-, os dije que es una superviviente.
Braulio se desvistió y se quitó las botas militares, la joven miró hacia otro lado por respeto a la intimidad.
Mientras tanto Corsario la miró y le pidió que le desatara los cordones de las botas, ella obedeció sin rechistar. No podía negarse, la habían rescatado y dado de comer aunque no tuviera apetito.

Se escucharon gritos y gemidos de placer, luego el silencio regresó a la vivienda, y luego se turnaron para entrar en la ducha  y subieron a la azotea.

Se asomaron para ver el panorama, la joven quedó sorprendida al ver el caos de la ciudad y luego Corsario la rodeó los hombros con su brazo. Su pulso se aceleró extremadamente deprisa y sintió su dureza de sus brazos de hombre, su olor a hombre sudado.
-Observa más allá -señaló a mitad de la carretera principal de Rafael Cabrera-, esos hijos de puta son los infectados.
-Zombis, mejor dicho -rectificó Menta.
-Esos hijos de puta son los portadores del virus, un rasguño, una mordida o herida provocada por ellos es mortal -le explicó-. No seas boba, si tienes la opción de huir sin enfrentarte a ellos, corre y no mires atrás.

 



By José Damián Suárez Martínez.

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